Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

jueves, febrero 12, 2015

Del jardín a mi mesa


Fotógrafa: Amélie Olaiz

Mentiras transparentes Canción


Felipe Garrido


Luego Clara lo propuso y salimos al jardín, las copas en las manos, grupitos de tres o cuatro enlazándonos con los brazos por los hombros o por el talle, Mirtha coqueteando –un guiño, el roce de una mano-, con ese buen humor que dejan siempre el arroz con alcachofas y conejo, las habas en verde, los gusanos de maguey, las botellas de tinto, una tras otra, inacabables, los racimos de uvas, los quesos, y el aire tibio donde empezaba a sentirse el huele de noche al tiempo que ya brillaba –Roberto lo vio el primero- el Lucero y un celaje pintaba de fuego las sombras, y apenas, entre bromas, quedamos instalados, Que cante Clara, gritó alguien y ella no quería pero los demás insistieron y de algún lado apareció una guitarra que nos puso quietos y un instante después, potente, luminosa, avasallante rasgó la última luz de la tarde la voz de Clara y sus ojos brillaron más que el Lucero y yo los busqué en vano, porque esa noche la canción no era para mí.

lunes, julio 14, 2014

La ciudad amurallada

Rubén Pesquera Roa


Viven adheridos a las murallas de la Ciudad, sobreviviendo apenas con los desechos y las aguas negras. Los ricos los toleran pues de entre ellos escogen sus prostitutas y sus sirvientes ínfimos. Los ricos salen de la Ciudad cuando quieren, se van a las montañas o al mar, o visitan otras ciudades igual de prósperas. Los miserables viven afuera de la ciudad, pero no pueden ir a ningún lado.

martes, abril 29, 2014

Las raíces del miedo




Fotógrafa Amélie Olaiz

7-5-7

Santiago Daidy-Tolson

¿Dónde posar la mano
cuando la piel
se expone al tacto entera?
En un rincón a oscuras
repta escondido
el miedo a las tinieblas.
El miedo a las tinieblas
lleva bozal. 
No muerde: gruñe y ladra.
No muerde, gruñe y ladra
el perro ansioso
que tras la tapia espera.

jueves, octubre 24, 2013

Valentía



Fotógrafa Patty Karam

Camas separadas


Bertha Jacobson

Eneida llegó a la carnicería haciendo aspavientos para que la vieran sus padres.  Lacho y Justina sin volverse, miraron el reflejo de su hija mayor en el espejo de pared a pared que anunciaba las ofertas del día.
―Ya van a cumplir cuarenta años de casados ―dijo Eneida sonriente ―, y como esa cama que tienen es de dar lástima, entre todos sus hijos queremos comprarles una nueva.
―¡Que sean camas gemelas! ― contestó Justina con premura.
Al escuchar a su mujer, Lacho se volvió con brusquedad y no midió la distancia entre su mano y la cuchilla.
―¡Chingao! ― farfulló mordiéndose el dedo que sangraba profusamente, para luego meterse al baño dando un portazo.
―¡Ay mamá! ― trató de conciliar Edelia.
― No m’ija, yo les agradezco el detalle. Es toda una vida durmiendo en ese colchón de borra apestosa.
―¿Por qué camas gemelas mamá?
Justina no iba a discutir sus intimidades en público. Dormir con su marido dejó de ser un placer hacía ya mucho tiempo, y como no tenía intención de cambiar de opinión, prefirió no decir más para evitar una discusión con su hija y con Lacho, quien regresó con el dedo envuelto en papel del baño.
― ¡Injusta Injustina! ¿Cómo puedes pedir camas gemelas? ― exclamó Lacho enfurecido.
La tensión flotaba en el aire. Eneida masculló una disculpa torpe y salió del establecimiento cómo bólido. Justina suspiró y fijó la vista en un punto distante de aquel espejo manchado y salpicado de sangre.
Tan pronto se casaron, los padres de Lacho les traspasaron el negocio de la carnicería y lo primero que ella hizo fue instalar ese gran espejo de pared a pared sobre la mesa de trabajo.  No soportaba ver a su marido manejar la cuchilla con la mano izquierda, y aunque a menudo se arrepentía de tener que limpiar las salpicaduras, prefería observarlo a través del reflejo, ya que él era zurdo y ella nunca se acostumbró a verlo según sus palabras, "haciéndolo todo al revés".
Buscó vestigios de su matrimonio ocultos en las imágenes guardadas por el fiel espejo a lo largo de cuarenta años. No encontró ninguno de sus sueños románticos de adolescente, ni de la pasión de los primeros años de matrimonio.  Lo único que el espejo le regresó con crueldad inusitada, fue su mirada cansada y severa, las patas de gallo, la doble papada, el cabello lacio, ya sin lustre y un esposo tan viejo y acabado como ella; y peor aún, porque Lacho estaba calvo, panzón y chimuelo. ¿Cuándo pasó de ser el amor de su vida a compañero de trinchera? Fueron muchos años de lucha hombro con hombro para mantener el negocio a flote, y la relación matrimonial que soñó en su juventud sucumbió al peso de la crianza de cinco hijos, se perdió por el camino del tiempo, y quedó empolvado bajo el cansancio de largas jornadas de trabajo.  Al caer la noche, el único deseo de Justina era el descanso, y la verdad, el maldito lecho conyugal no tenía nada de lecho y sí mucho de yugo.
Eran casi cuatro décadas de pelear su derecho a los cobertores, de oírlo roncar, de sentir cada movimiento y resoplido, de despertarse cuando él se levantaba a orinar, de escucharlo hablar entre sueños. Toda una vida de mal dormir y Justina anhelaba un respiro. Las camas gemelas no lo arreglarían todo, pero a su modo de ver, mejorarían la situación.
Lacho y los hijos hicieron campaña para convencerla que una cama tamaño Queen sería mucho más cómoda, pero ella no dio su brazo a torcer.
― Yo quiero camas gemelas, si no po’s mejor no me den nada.
Y llegó la fecha de entrega. El par de camas gemelas venía con juegos de sábanas satinadas y colchas de hilo tejidas a mano por las monjitas de San Juan de los Lagos. Al quedarse solos, Justina sintió que el cristo del crucifijo de madera tallada en Janitzio, el mismo que ella colgara de la pared el día de su boda, los observaba con cierta sorna.
La mujer escogió la cama del lado de la ventana y trató de hacerle plática a su marido.
― Mira qué suavecitos están los colchones, Lachito.
Su esposo no respondió y Justina optó por entrar al baño a cambiarse de ropa. Regresó a los pocos minutos y se encontró al marido tumbado en la otra cama con los ojos cerrados.
― Buenas noches, Lachito ― susurró acercándose a su marido y se inclinó para darle un beso maternal en la frente.
Sentía tal emoción con su cama nueva y su reciente libertad que no pudo conciliar el sueño. Podía moverse sin temor a encontrarse con las rodillas huesudas de Lacho y los cobertores, todos para ella.
La comodidad de las sábanas frías y el encontrarse sola en una cama después de tanto tiempo, la llenó de una sensación de tranquilidad. La misma con que dormía en la cama de la abuela cuando le visitaba de jovencita. Su mente vagó a aquella madrugada, muchos años atrás, cuando despertó ante un ruido extraño.  Al asomarse por la ventana, distinguió entre las sombras la figura esbelta de Lacho, el hijo del carnicero, arrastrando con decisión un ternero. La pobre bestia berreaba sin tregua presagiando su final en el matadero.
Justina, llena de curiosidad, cubrió su camisón de manta deshilada con el chal de lana de su abuela, y salió de la casa siguiendo a distancia los pasos del muchacho, quien enfiló hacia al corralón detrás de la carnicería.
Ajeno a que era observado, el joven procedió a cortar con golpe certero la yugular de la bestia y luego, con paciencia, vertió la sangre en un recipiente para preparar morcilla. Con incisiones firmes y concisas comenzó a desprender la piel del animal pues mientras más grande la pieza, mejor la pagaría el curtidor.
Justina se cubría la boca con las manos para no gritar y no era que la sangre le aterrara, era que el joven empuñaba la cuchilla con la mano izquierda, y a pesar de su evidente destreza, a ella le parecía que todo lo hacía al revés y en cualquier momento podría sufrir un accidente. No pudo evitar un suspiro de alivio cuando él dejó descansar la herramienta sobre una piedra.  
Lacho la escuchó y levantó la vista. Los ojos de ambos se encontraron por primera vez. La incipiente luz del alba envolvía la silueta de la chica en un halo místico. Con el viejo chal sobre los hombros, ojos brillantes de emoción y mejillas encendidas por la agitación, aparecía como un ángel. El joven se enamoró de ella en ese momento. La sangre del ternero selló nuestro amor, solía decir él.
― Justinita ¿Estás despierta?
El susurro de Lacho desde la otra cama la regresó al presente, pero no contestó. Oyó unos pies descalzos cruzar el espacio entre las camas gemelas y sintió el cuerpo de su marido meterse entre las sábanas. Tuvo que moverse y quedó casi colgando contra la orilla de la estrecha cama.
― No puedo dormir si no estoy contigo ― musitó Lacho abrazándola, jalando los cobertores y aclarándose la garganta.
El rostro de Justina se contorsionó en una mueca de frustración que su marido no vio en la oscuridad. A partir de esa noche, Lacho cruzaba el corto espacio entre las camas gemelas para dormir con su mujer y la pobre vieja, empezó a soñar constantemente con un ternero berreando sin tregua presagiando su final en el matadero.

miércoles, octubre 02, 2013

Unidad habitacional



 Fotografía de  Mercedes van Santen

Barrio Bravo



 Mercedes van Santen


El alboroto era tal que alertó a los vecinos de ese bloque de viviendas, quienes se asomaron para ver el acontecimiento.  Un par de jóvenes se agredían mientras otros los rodeaban azuzándolos.  No tardaron en unírseles otros tres en el pleito.  La pelea se tornó cada vez más violenta.  El más frágil cayó al suelo y todos se unieron para atacarlo.  Los adultos levantaban sus voces, estaban inquietos; pero se limitaban a observar sin intervenir.  Todo terminó en la muerte del débil y junto con ella la calma volvió a reinar.
            La palmera, convertida en unidad habitacional por los nidos de los gorriones peleoneros, siguió meciendo sus hojas al ritmo de la brisa.

viernes, septiembre 13, 2013

Chimpancé y arquitectura, 2010. (Homenaje a Heberto Castillo)



Óleo de Rodrigo Ayala

Nostalgia



Agustín Cadena


Treinta años después de su matrimonio con Jane, Tarzán era un cincuentón calvo y con sobrepeso.
            Habían tenido dos hijos y ya no vivían con ellos.
            Tarzán trabajaba en un periódico, poniendo en orden alfabético los anuncios clasificados. Era un trabajo que nadie quería hacer, pero a él le parecía entretenido.
            En las tardes llegaba cansado a su apartamento y, después de comer con su amada Jane, se ponía sus pantuflas de zarpas de tigre, se sentaba en su sillón reclinable y buscaba el control remoto de la televisión para mirar los documentales de Animal Planet. Apenas si podía creer que alguna vez él hubiera estado cerca de todo aquello.
            Los viernes iba a un bar a jugar dominó con sus amigos, y los sábados los pasaba con su mujer en el centro comercial. Llegaban por la mañana y se ponían a mirar las tiendas, compraban alguna cosita que estuviera de oferta. Luego se sentaban a comer una pizza, y en la tarde se metían a una sala de cine. No había para qué salir del edificio.
            A veces hacían el amor al llegar casa, pero Tarzán ya no tenía los bríos de la juventud; ya no era el salvaje hipersexual de quien Jane se enamorara un lejano día, en una igualmente lejana selva africana. Ya ni siquiera le salía su grito. En realidad siempre le había costado trabajo excitarse con el cuerpo lampiño y relativamente inodoro de su mujer. Extrañaba a sus antiguas amantes, las hirsutas gorilas de la selva. Ésas —se decía lleno de nostalgia— sí que eran hembras.